ANTOLOGÍA SOBRE EL GATO BOHEMIO





I.


Habían cosas sobre el Gato Bohemio que no comprendía del todo bien, así que me dispuse a seguirle la pista, cautelosamente, cual escritor que persigue efusivamente el destello de la más pequeña muestra de singularidad. 


Vivía en una pequeña casita hecha de madera y tejas viejas que crujían al menor roce del viento, y, cuyos muros, se mecían de un lado a otro, amenazando con venirse abajo. Cada noche salía al tejado, y con pose orgullosa, admiraba el resplandor de la luna y el tintineo de las estrellas, pero, había otras noches, donde la oscuridad era más fuerte en su corazón, y se sobrecogía con el manto de la luna llena, esperando que su claridad destellara en su corazón, aliviándolo de su dolor. Sollozaba en silencio hasta que el sueño lo vencía y el amanecer reaparecía en el horizonte. 

Otras noches, las bonitas, sacaba su guitarra y serenaba al Mundo con sus maullidos; lentos, suaves, con un dejo de dolor y un poco de alegría. En estas noches era el más feliz, sentía, ya no que su vida tenía sentido, sino, que podía hacer algo por aquel mundo que, si bien, tan miserable lo hacía sentir día a día, también le brindaba momentos, detalles, cosas buenas de donde el pequeño Gato Bohemio podía sentir inspiración y anhelo. Soñaba así, bajo la Luna, que se encontraba tocando en un pequeño bar, en acompañamiento de otros gatos músicos, quienes compartían, quizá no del todo, los mismos sentimientos que él, pues, nadie en el mundo podía sentir como él sentía, pero, sí el mismo sueño.



II.


Aprendí muchas cosas de él; le gustaban algunos sonidos más que otros; el piano y cómo el especial rebote de las teclas más agudas sonaban como el tintineo de una campanilla; el sonido de una balada muy triste y antigua y cómo las voces siempre se interponían con fuerza sobre los violines; el sonido suave y romántico de un saxofón; el ritmo de un vals; la melancólica armonía de un acordeón francés; el ukulele, cuyo sonido había nacido desde el fondo del mar y dentro guardaba los cantos más dulces de las sirenas más bellas; las canciones infantiles o las flautas de juguete; las mujeres que cantaban con alegría desde la ventana o las que desahogan entre boleros y tequila.

Resultaba extraño a ojos del Gato Bohemio el comportamiento de los humanos; eran como diferentes corrientes apresuradas que aterrizaban en un mismo ancho mar, formando olas y remolinos. Las olas siempre eran hermosas cuando alcanzaban su cumbre, se alzaban imponentes sobre las demás gotas del océano; pero, así como subían, declinaban y se unían al resto de gotas. Y aquellas que se arremolinaban en sus propias aguas, eran aún más lamentables; incapaces de salir a la superficie o de unirse al resto. Solamente existían dejándose llevar adentro de este arremolinado desastre.

Habían otros, los favoritos del Gato Bohemio, aquellas que permanecían como aguas tranquilas de un bello arrecife de coral; llenos de colores vibrantes como galaxias, "iridiscentes", las llamaba él. Éstas resonaban apasionadamente al compás del viento; ya iban, ya venían...
Quizá no eran muy estables en sentimientos, pero se movían cual plancton, lentamente, hacia donde se escuchase el más leve susurro de un corazón, y eso resultaba divertido a ojos del Gato Bohemio.


III.


El Gato Bohemio salía cada media tarde de paseo a recibir la luz de Sol; saltando de tejado en tejado, a veces cargando su guitarra en el lomo, encontraba un sitio cómodo y el cual despertara en él la inspiración a tocar la guitarra y maullar. Otras veces, salía ligero cuando deseaba correr más rápido y ser más intrépido, escalar árboles, escurrirse entre callejones estrechos, oler flores que crecían en lugares apartados del mundo y desaparecer durante un largo periodo de todos aquellos que algún día lo habían conocido, de aquellos con los que simplemente había cruzado miradas, y hasta de sí mismo. 


Al Gato Bohemio le entristecían muchas cosas; el goteo incesante sobre una hoja pendiendo de un árbol, mientras observaba escondido de la lluvia dentro de una caja en medio de dos casas muy juntas, era capaz de imaginar que se encontraba a salvo dentro de la oscuridad de una cueva. Le entristecía el sonido de una canción muy vieja saliendo como un remolino invisible por la ventana de una casa e inundando el ambiente con una melodía reconfortante. Le entristecía la flor que yacía sobre el borde de esa ventana, ya inclinada a punto de dar su último suspiro de belleza viva. Le entristecía el repique de unos rojos tacones sobre el asfalto armonizando con el suave sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre el paraguas de una mujer que justo en ese momento pasaba frente al callejón.

Al Gato Bohemio le entristecía muchas cosas; pero nunca se sintió especialmente triste por estar solo. A él le gustaba. Se complacía en la observación y contemplación del mundo. El Gato Bohemio sabe de soledad mejor que nadie.




A veces, los ojos del Gato Bohemio se hundían en profunda melancolía mientras rechinaba el viento y los truenos crujían con fuerte resplandor afuera. Agazapado cómodamente en un rincón, sentíase como si el brillo de la vida se hubiese apagado, derrotado ante la inmensa oscuridad de sus ojos.

Luego de que la lluvia hubiese cesado, limpiaba aquellas gotas de tristeza que habían permanecido sobre su pelaje, hasta haberlo borrado todo. Podía entonces dormir tranquilamente cuando el sol se ocultara y el último resplandor mezclado de anarajado y violeta sobre los cielos desapareciera.








IV.


En un dado día, de regreso a casa, caminando agraciadamente en dos patas mientras tocaba la guitarra con las otras dos, el Gato Bohemio pasó frente a la casa de una gatita albina. Al mirarla, se quitó el sombrero en un gesto de saludo. La gatita quedó maravillada, pues ese era el encanto del Gato Bohemio.

La gatita albina llevaba tiempo admirándolo en secreto, ella sentía que eran similares. Y quizás ella no estuviese tan equivocada, pues, en varias ocasiones, cuando ambos se encontraban afuera, él la observaba. Aunque los días pasaban y ninguno se cruzaba al territorio del otro, tanto se ha dicho sobre la territorialidad de los gatos y su preferencia por estar solos. Sin embargo, una esplendorosa noche de Luna Roja, el Gato Bohemio se encontraba reposando sobre una banca de madera dispuesta en el segundo piso de un apartamento, cuando, de la casa de enfrente, la pequeña gatita albina salió, saltando hacia el techo.

El Gato Bohemio entonces pensó que el rojo de la Luna había sido eclipsada por una belleza mucho más reluciente y pura. 

El rojo dejó de parecerle interesante.



~Nube en la Luna~



Y pasaron los días hasta el cual, el Gato Bohemio dejó de ver a la gatita albina, pareciera que la Luna se la hubiese llevado junto a ella. al lugar donde pertenecía...

Eso creía él en sus imaginaciones. 

Cierto día, cuando el Gato Bohemio se disponía a emprender un nuevo viaje, la vio. Al parecer, ella también había tomado un viaje y ahora estaba de regreso. El Gato Bohemio sintió algo nuevo; como si su corazón se hiciera más pequeñito, pues, aunque le alegraba el volver a verla, sabía que sería la última vez.







V.


El Gato Bohemio sabía enamorarse de flores; de sus formas, colores y aromas, sabía enamorarse de los cantos de las aves, de la caída de una hoja o del frío del viento en un día de lluvia... Pero no sabía, o no conocía el amor hacia otro ser semejante a él. El Gato Bohemio sabía apreciar la belleza, eso sí, pero no sabía entregarse a ella. Aún no. El Gato Bohemio se había prometido que nunca se enamoraría de alguien como él. Pues a él le gustaba, sobre todas las cosas, la dulce melancolía que solamente llega cuando solo se está.

El Gato Bohemio no deseaba sufrir, y, más que eso, temía hacer sufrir a alguien más.





Así pues, habiéndose cansado de todo lo experimentado en ese particular pueblo, y de todo lo que el consistía; la calle privada donde se levantaban remolinos de polvo cada vez que un auto pasaba, las casas muy juntas una con la otra, los inmensos árboles que parecían tocar el cielo, la señora rechoncha que siempre le gritaba que saliera de su patio, los mezillos que lo acariciaban, las tardes de sol fuerte sobre su lomo... Habiéndose cansado de todo esto y más, el Gato Bohemio decidió partir, definitivamente. No como en sus viajes largos, en los que, al fin, después de exhaustos andares, llegaba de regreso al pueblo y se tiraba de panza en la azotea de alguna casa a ver pasar la tarde. No, esta vez era para no volver, era para siempre.



El Gato Bohemio no estaba seguro de adónde lo llevaría el viento, ni de porqué quería irse, sólo sabía que su tiempo ahí había llegado a su fin. Había algo en el aire, quizá, que lo hacía sentir ansioso, aventurero. Y, además, estaba el aburrimiento que ya le producía aquel pueblo, tan conocido a sus ojos.

El Gato Bohemio ansiaba ver cosas nuevas, lugares diferentes. 
El Gato Bohemio no podía estar mucho tiempo en un mismo lugar.
El Gato Bohemio necesitaba vivir, soñaba con vivir.

Quién sabe, quizá en el siguiente pueblo, el Gato Bohemio aprendería nuevas cosas o conocería a su alma gemela gatuna.

Quién sabe, tendríamos que seguirle la pista a El Gato Bohemio. 



Extraído de mi libro, CUENTOS DE GATOS
-@oliviaenlasnubes.☁️🐈‍⬛ 2015.


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